Fueron paridas por aquella dama capaz de concebir por sí misma. La que era capaz de doblegar al gran Apolo. Aquella, que fría como el hielo y oscura como el silencio, acaparaba todo bajo su inmenso manto.
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El ovillo del hilo de la vida entre sus manos distinguía a Cloto, la más joven, cuyo aroma limón se extendía ayudado por los Anemoi. Junto a ella, se aposentó la corpulenta y afanosa Láquesis, quien comenzó a alargar y a acortar la hebra, que armoniosamente se deslizaba entre sus blancos dedos. Ora, hilo blanco. Ora, hilo negro, tejiendo armoniosamente el lienzo de la existencia. Tras ellas, la imperturbable mirada de la portadora de la tijera de oro, Átropos, quien pacintemente sostenía la herramienta que habría de transformar el cordón en el cabo final