viernes, noviembre 28, 2008

Lujo

Lo que más vale no es la pureza del oro que lo recubre

Ni el perfecto engranaje de las piezas de su maquinaria

Lo más valioso es lo que nos da y a la vez nos quita


Es lo que nos da y a la vez nos quita

martes, noviembre 18, 2008

Las Moiras

Fueron paridas por aquella dama capaz de concebir por sí misma. La que era capaz de doblegar al gran Apolo. Aquella, que fría como el hielo y oscura como el silencio, acaparaba todo bajo su inmenso manto.
aaaaaaa
El ovillo del hilo de la vida entre sus manos distinguía a Cloto, la más joven, cuyo aroma limón se extendía ayudado por los Anemoi. Junto a ella, se aposentó la corpulenta y afanosa Láquesis, quien comenzó a alargar y a acortar la hebra, que armoniosamente se deslizaba entre sus blancos dedos. Ora, hilo blanco. Ora, hilo negro, tejiendo armoniosamente el lienzo de la existencia. Tras ellas, la imperturbable mirada de la portadora de la tijera de oro, Átropos, quien pacintemente sostenía la herramienta que habría de transformar el cordón en el cabo final





miércoles, noviembre 12, 2008

La contadora de cuentos

La vida se comportaba como un curioso e intrigante enigma que le ofrecía la pregunta, pero escondía la huidiza la respuesta.

Su pelo, escondido tras un suntuoso recogido que lucía descaradamente, emitía un brillo cegador. No quería mirarla, pero no podía evitar hacerlo. Y ella lo sabía. Su perfume inundaba la estancia, recorría cada rincón dejando su marca.

La había encontrado una tarde en aquel viejo café que frecuentaba por las tardes. Sentada entre el humo, las furtivas ojeadas de ellos y las insolentes de ellas, emergía de la nada. Él hizo un ademán con el ala de su elegante sombrero y ella le correspondió con su embaucadora sonrisa. Su relato se balanceaba, saltaba y se acomodaba entre los acordes del canto de una sirena; de su canto. Él creyó haber descubierto el mundo, ese al que hasta ese momento se había resistido conscientemente. Entre miradas de admiración y desaprobación abandonó el rancio local, a él le parecía que levitaba entre la concurrencia del día. Aún no la conocía.

Ahora, ya sabía como respiraba. Ahora ya no escuchaba su canto de sirena. Su mirada ya no lo atrapaba, sus palabras ya no le envolvían. Ella hablaba, pero él ya no escuchaba, solo oía sus sonidos. Aposentada aún en su pedestal, desplegaba todos sus encantos porque aún creía que tenía poder sobre él, aún sentía su mirada intensa, esa a la él la sometía tratando de comprender por qué extraña razón aquella singular mujer que tenía el mundo en sus manos no era capaz de apreciarlo.

Sabía que pecar no era, en muchas ocasiones, una elección, si no una losa que caía irremediablemente sobre su cabeza, pero ella, aquella dama elegante y señorial había elegido conscientemente.

Y él no entendía, por más que lo había intentado y lo intentaba, la razón por la cual de entre todos los pecados había decidido vivir rodeada de aquellos que más torturan al alma, que lo queman y lo encadenan:
avaricia, envidia, soberbia e ira

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